
Hacía un día precioso, claro y frío. La Toscana resplandecía bajo ese sol del último día del año. Cogimos un tren hacia Siena. No parábamos de hablar, él con su acento cantarín y yo con un poco de tristeza. Hablábamos de todo, de arte, de arquitectura, de música, de libros. Parece que se nos acababa el tiempo y teníamos que estar todo el tiempo diciendonos cosas, mirandonos y tocandonos.
Bajamos del tren en Siena, pero podía haber sido cualquier otro sitio, San Giminiano, Pisa, ... Deambulamos por las calles, estrechas y con fachadas encaladas en preciosos colores deslavados, la plaza del palio, pequeños rincones, cafés típicos, gente contenta deseandose feliz año nuevo, Auguri! mientras seguiamos hablando y tocandonos y mirandonos.
Nos compramos un panetone de chocolate, tomamos varios cafés, subimos a la torre del Duomo, desde donde se veía toda Siena, tan bonita bajo la luz de Diciembre, con un aire que cortaba la cara, entramos en varios museos, uno de ellos con arte escandinavo, fotos de playas del mar del norte, frías y oscuras. Él miraba las fotos, yo le miraba a él, intentando grabarme en la memoria sus formas, su olor, el tono de su voz, que sabía que iba a añorar el resto de mi vida. Y los añoro, a él y a la luz de la Toscana, cada vez que es Nochevieja.