miércoles, 29 de abril de 2009

en parís


Llegamos a mediodía a la estación de Montparnasse. Ahí empezó todo, las risas, las canciones, los buenos y malos momentos, pero siempre juntas las cuatro.
Era verano y París estaba lleno de gente. Nosotras habíamos ido porque teníamos una cita, el miércoles 3 de Julio en el cementerio Perè Lachaise. Ese año era el 25 aniversario de la muerte de Jim Morrison, que nos encantaba, bueno, sigue ahí todavía. Solíamos gritar como mantras algunas de las letras de sus poemas, love for the fat girl!! , y la sola mención de su nombre Jim Morrison!! nos daba fuerza, qué cosas.
Nos alojamos en un albergue cerca de la plaza de la Bastilla. Había ido con mi hermana unos años antes; allí conocimos a una pareja de novios de Soria que estaban de luna de miel. Para cenar comían como nosotras, queso que se habían traído de casa y bocadillos de jamón.
Nos tocó una habitación para las cuatro con un lavabo y cuatro literas. Solíamos cenar allí, porque no nos llegaba más que para comprar cervezas en el supermercado. Recuerdo un tupper de Mónica en el que llevaba huevos duros que comíamos con el pan robado del desayuno. Esa habitación fue la más visitada. Un día apareció un simpático irlandés, otro día dos noruegos, otro Miha, entonces yugoslavo.
Encontramos un bar enfrente de la que fue casa de Jim. Lo regentaba Vieran, otro yugoslavo y servía unas cervezas que se llamaban 33. Allí pasamos mucho tiempo, tenía las paredes forradas con fotos de The Doors, Jim, artículos de prensa, cartas manuscritas. Nos contaba historias y las coincidencias de su vida con el número tres.
Y el día tres fuimos al cementerio. Es muy grande, como un bosque. Había flechas de tiza que señalaban el camino a la tumba de Jim. También están allí Edith Piaf, Oscar Wilde, mucha gente... Su tumba era muy sencilla, un monolito de granito con una chapa de metal con las letras en relieve. Ese día llegó un ramo de rosas rojas de los padres, había un montón de gente de todos los países posibles, de todas las edades, madres con hijos, gente mayor de la época, muchos jóvenes, Ivo... No nos dejaron cantar, tampoco beber. Había un gendarme con mala leche plantado allí.
Íbamos con las camisetas de The Doors que nos habíamos hecho en casa, Moni con un piercing en la nariz que se le movía todo el rato y que colocaba con el dedo meñique, Ira con su cámara de fotos.
Han pasado ya trece años y la vida nos ha llevado a cada una a su sitio. Moni tiene un niño precioso, Silvie vive en Barcelona, Ira encontró el amor que vino del otro lado del océano. De este viaje nos quedan muchas historias y un lazo que no se ha roto y no creo que se rompa nunca.
¡JIM MORRISON!

martes, 28 de abril de 2009

en el tren


Cogí el tren una mañana de octubre muy fría pero con sol. Era temprano, sobre las 9; a la estación vinieron mi hermana y una amiga. Llevaba poco equipaje aunque iba a estar fuera varios meses. Me iba al fin del mundo. No conocía a nadie allí, no tenía ningún sitio donde quedarme y me daba un poco de miedo. Lo había elegido yo, pero aún así estaba un poco asustada.
Cuando el tren empezó a andar, me entró mucha pena y empecé a llorar. Saqué el walkman y me puse una cinta que me había regalado Pablo días antes.La cinta me hacía llorar más, las canciones que él había elegido para mi.
Delante de mi viajaba una monja muy mayor. Al ver que no paraba de llorar, se volvió y me preguntó, por qué lloras? Y yo le dije que porque me daba mucha pena irme y estaba un poco asustada. Ella me tranquilizó y pasamos el viaje una detrás de la otra. Me gustaba que ella estuviera ahí, conmigo.
Llegué a Coruña. Ese día hacía mucho viento, como sólo puede hacer allí. Tuve una sensación rara, como si todo pudiera salir por los aires, la mochila, yo misma, era como no tener la seguridad que antes me mantenía en el suelo.

A los pocos días encontré una habitación en el piso más frío del mundo. Lo compartía con dos personas más y eso fue bueno. Conocí a dos personajes, un duende y un marinero que me sacaban a pasear y de excursión, conocí también a sus amigos. Encontré trabajo y el postgrado me gustaba mucho. Estaba contenta en el fin del mundo.

Un día, caminando por la calle me encontré con la monja. Ella no me reconoció, pero yo le saludé. Le dije, hola, me recuerda? Soy la que lloraba en el tren. Y ella me preguntó qué tal estás?. Y yo le dije ya no lloro. Le di las gracias y un beso.

Ese fue uno de los mejores años. Vuelvo de vez en cuando, allí sigue el viento, los amigos, la ciudad, que ya es un poco mía.

lunes, 20 de abril de 2009

días de lamé dorado


Empezábamos a ensayar a las diez de la mañana los sábados. Al principio no teníamos local y lo hacíamos en casa del guitarra. Solía poner espaguetis al fuego y entre canción y canción iba a controlarlos. Nos sentábamos en sillas de madera con el asiento de enea, muy flamencas, en una habitación donde guardaba la tabla de planchar y los libros de los Holister. Sólo éramos tres, un guitarra, el bajo y la voz. Nos conocimos por un anuncio que vi en la escuela donde yo daba clases de canto. No creo que respondiera nadie más al anuncio y me cogieron a mí. La idea era aprendernos versiones de canciones standard de jazz y bossa, para más adelante cantar en bares y cafés. Me encantaban aquellos ensayos a capella, pero más me gustó cuando ya tuve micrófono. Era otra manera de expresarme y más real. Con el micro se podía jugar, acercarlo mucho para cantar amores, como si lo estuviera besando, y alejarlo cuando me enfadaba y gritaba un poco más.
Se unieron un batería y un teclista. En más o menos un año dimos nuestro primer concierto. Fue en un bar estrecho, sin escenario ni nada. Nos tuvimos que poner en fila porque no cabíamos; el público estaba delante mío, tan cerca que entre canción y canción me hice un amigo, parecía que estábamos en la cola del cine.

Sólo hubo otro concierto más. El grupo decidió darse un tiempo, como las parejas. Yo guardé el micrófono en su estuche, ahí sigue; el pie del micro es ahora un perchero. Y yo ya no canto. Bueno, sí, a veces, pero sólo a mis niñas.