
Me levanté pronto por la mañana , como el resto de la familia. Había dormido muy bien, en una cama de princesa del guisante, con varios colchones apilados y un montón de almohadas. La cama tenía dosel y una lamparita que se apagaba poco a poco, no de golpe. Habíamos quedado para desayunar porque mi tren salía esa mañana. Era una mañana especial, el sol había salido ya, el cielo estaba muy azul pero hacía frío. Me gustaban esas mañanas entonces, casi siempre iba andando a la escuela para ver cómo se despertaba la gente, cómo se veían los árboles, cómo olía en la calle.
Entré en la cocina y me preparé un café con sabor a avellana. La noche anterior había habido cena y vino y ... bueno, lo demás.
Salí a la calle. Era muy tranquila, casi no pasaban coches. No tenía aceras, el césped de las casas llegaba hasta el asfalto de la carretera. Había gente recogiendo las hojas del jardín, yendo a trabajar. Me acerqué hasta un parque cercano, aún con la taza de café que ya se estaba quedando frío. Una luz dorada lo bañaba todo, la valla del parque, los troncos de los árboles, las hojas en el suelo. Me ví como entonces, cuando iba andando a la escuela, contenta por el rato del paseo, con la nariz muy fría, el pelo largo, toda la vida por delante. Y pensé que no había cambiado tanto, que tengo muchas cosas por descubrir aún, que lo que entonces quería hacer lo he hecho, que soy como me imaginaba. La nariz y las manos se me estaban helando. Antes de entrar cogí una hoja del suelo que justo acababa de caer del árbol, una hoja roja preciosa de arce, el árbol que siempre hace que me sienta como en casa. Había vuelto a casa.